Alfredo
Moffatt, pertenece a la estirpe de los que han podido ir al exterior y luego
volcar esa experiencia en el país. Había estado en New
York por una beca, trabajando en el Harlem. Toda esa experiencia de los ‘homeless’,
de los barrios negros con su violencia de la pobreza, la trajo para contribuir
a la psicología social que se venía desarrollando en Argentina. Por eso tenía
como maestro a Enrique Pichón Riviere (psiquiatra, psicoanalista, fundador de
la Asociación Psicoanalítica Argentina por la década del 40), quien venía
trabajando en el Hospital Borda. Allí habían creado la peña ‘Carlos Gardel’,
que luego pasó a llamarse ‘Cooperanza’. Al decir de Foucault, era un nuevo
dispositivo. Nuevas formas de intervenir en ‘lo manicomial’: para liberar del encierro
de los ‘locos’.
Conocí
a Moffatt por Tato Pavlovsky. Él realizó las
gestiones para que pudiéramos ir a filmarlo con un grupo de psicólogos de
Ecuador, a su Escuela de Psicología Social, por la avenida Rivadavia. Ya había
escrito su clásico: ‘Psicoterapia del oprimido’. Cito el lugar porque luego
entendí que cuando sucedió lo del incendio de ‘Cromañon’ (su escuela estaba a
unas cuadras de ahí), Moffat y su equipo fue uno de los primeros que estuvieron
atendiendo a las víctimas y familiares en la contención, en el duelo, en el
abrazo de despedida. Si algo enseñaba era la solidaridad.
Volví a verlo en una especie de homenaje que se le
hizo en la Biblioteca Nacional. Estaba repleta, con sus discípulos y amigos. Continué
filmándolo, cuando le entregaban el premio como ‘el Colifato mayor’. Se lo
otorgaba un ex paciente externado del Htal Borda, quien le entregaba un premio
invisible que alzaba mientras anunciaba por qué lo merecía. Moffatt sentado en
el escenario se paró para recibirlo y al tomar el Premio, lo agarraba como si
fuera de mucho peso. El auditorio entre aplausos y vítores, se venía
abajo. Ese surrealismo no solo amenizaba el encuentro, sino que demostraba el
amor de los pacientes que no lo olvidaban en su paso por el Borda. De muchas de
sus intervenciones con Pichón, hoy tenemos ‘La Colifata’ y la actual ‘Cooperanza’.
Escuelas de aprendizaje podemos decir que nos ha dejado. En el cierre de ese
encuentro llamó a volver a armar ‘El Bancadero’. Nos acercamos muchos psi, para
remontar esa otra experiencia que había construido luego de la Guerra de
Malvinas. Tengo por ahí en mis archivos, una entrevista que le realizaron, en
explicar qué era ‘El Bancadero’, y por qué debía surgir. Otra vez un
dispositivo simple: escuchar a la gente, generar grupos de trabajo, técnicas
grupales; solo que esta vez no eran en el manicomio, sino que era atención para
los cientos que estaban saliendo de la dictadura con sus angustias y sus
fantasmas.
Hace
poco encontré una foto donde está Moffatt con David Cooper.
Este psiquiatra sudafricano, que en Londres creó junto a Ronald Laing, ‘La
Antipsiquiatría’, vivió en Buenos Aires, casi dos años. Sabía de la gran movida
del psicoanálisis que tenía nuestro país, y le parecía que era una buena
plataforma para iniciar desde Latinoamérica, lo que se venía organizando en
Europa y Estados Unidos con respecto a la ‘desmanicomialización’. En uno de sus
libros cita puntual (‘La gramática de la vida’), lo que pudo hacerse en
Argentina (basado en trabajos psicoanalíticos de Pichon Riviere, Emilio
Rodrigué, Mari Langer) y el ‘despliegue de poder’ en sus instituciones (psi) y
organizaciones sociales. El golpe de Estado de 1976 cortó esos proyectos.
Las
últimas noticias que me habían llegado eran inquietantes. Circulaba por
las redes y luego en un diario, que Moffatt necesitaba ayuda económica. No
tenía jubilación y no se sabía si de su Escuela lo estaban por desalojar.
Pronto se aclaró la situación de que estaba bien, y que si bien no nadaba en
ninguna fortuna, volvía a demostrarse la pronta atención por redes de sus
discípulos y amigos. Lo volví a ver cuando le hicieron un
homenaje en el Encuentro de Derechos Humanos y Salud Mental, en la ex ESMA.
Habló para los que no pudimos entrar (de tan lleno que estaba el lugar), en la
puerta. Levantaba su bastón, con su barba canosa, como un viejo profeta
dirigiéndose a la muchedumbre. Solo nos dijo que no había que bajar las banderas
de la solidaridad, de las utopías, y nos mostraba como él estaba aún de pie
diciéndonos esas palabras de lucha. Era ese ‘curador o reparador de sueños’,
como lo habían bautizado, pero también era ‘El último chamam’, aquel que ‘sin
permiso y sin plata’ se enfrentaba de alguna forma a los sistemas que siguen
oprimiendo.
Carlos
Liendro